Cuando éramos niñas y niños, junto a familia de esa
edad, solían generarse momentos muy singulares donde nuestra abuela se sentaba
junto a nosotros en tardes donde, generalmente, no se podía ver el cielo por
encontrarnos en época de otoño y con la conjunción del fuerte viento y el polvo
se formaba una cobertura amarillenta que opacaba el cielo hasta donde podíamos
verlo. Así, el sol desaparecía por algunas semanas entre fines de julio y
principios de agosto, donde siempre era recurrente ver las anécdotas de
estudiantes, entre la niñez y adolescencia, que combatían, en gestas cuasi
heroicas y épicas, con la fuerza del viento, en pleno desfile del 6 de agosto,
que pretendía arrebatar los estandartes de las manos de las y los elegidos para
portar dicho emblema en el día de la patria. Gajes del oficio, diríamos, o uno
más de los sacrificios de ser destacado en los diferentes ciclos escolares (en
ese tiempo básico, intermedio y medio).
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La foto solo es para ilustrar el relato y no se trata del verdadero féretro. |
Era este adverso entorno en el que se solían
configurar algunos días, o más bien algunas horas, en los cuales nuestra
abuela, entre que preparaba alguna merienda otoñal de la tarde, como ser unas
sopaipillas, casi de la nada comenzaba a relatar sus vivencias, que partían de
una infancia lejana y que ahora se habían convertido en relatos basados en el
letargo de remembranzas. Así, recuerdo que más de una vez nos había contado
sobre una ocasión en la que caminado por
los campos de territorio chicheño fue alcanzada por la ocaso del día, ante
estas circunstancias no tuvo otra salida que pasar la noche a la intemperie,
noche que no fue la primera ni la última con estas características. Así en
medio del sueño, y posiblemente en una noche de luna llena, escuchó unos golpes
en cercanías del lugar. Con este llamamiento a la curiosidad es que se fue
acercando en dirección al sonido, y fue ahí que pudo percibir, a la distancia,
un ataúd que, dando volteos, se movía. Así, luego de un gran susto, este
extraño objeto se fue alejando hasta desaparecer en el horizonte.
Algún tiempo después, ya involucrado en el interés y
motivaciones investigativas sobre la cultura de los Chichas, pude acceder a un
libro que reflejaba cuentos, mitos y leyendas de esta región sureña. De esta
manera, entre las lecturas realizadas logré encontrar un cuento que titulaba
“El féretro de Gran Chocaya”. En las líneas de este relato, pude repasar, de
forma muy similar, las palabras de mi abuela cuando nos contaba la experiencia
que tuvo de niña al haber visto en el campo un ataúd andante, sin lograr
explicación. En este sentido, el relato que se encontraba dentro del libro
contaba, más o menos, lo siguiente: En el pueblo de Gran Chocaya existía un
lugar para realizar el velatorio de difuntos, antes de su entierro, en medio de
este salón estaba un féretro de gran volumen dentro del cual se acomodaba el
cuerpo para llevarlo después hasta el cementerio. Fue entonces que un día este
féretro desapareció de su ubicación y tuvo que pasar algunos días para que
comunarios avisen que, extrañamente, este objeto habría cobrado animación y se
movía por el campo, posiblemente visitando los lugares donde todos los finados
habían transitado en vida. De esta manera, las autoridades ordenaron que se
“capture” a dicho féretro y sea traido hasta su lugar. Y así se hizo, incluso
poniéndoles diferentes seguros para que no vuelva a “escapar”. Tiempo después,
se desató un incendio en este lugar donde desapareció todo lo que allí se
encontraba, incluido el féretro de Gran Chochaya.
Concluida esta lectura, me pregunté si esto era
un simple cuento de cuculis o un excepcional
hecho real ocurrido hace varias décadas atrás, cuando las personas solían dar
vida a lo inanimado y a seres fantásticos o tenebrosos, en medio del territorio
chicheño que lleva consigo un gran número de este tipo de relatos que eran
transmitidos como historias orales de nuestras abuelas y abuelos,
constituyéndose en parte fundamental de nuestra identidad.