29 de abril de 2018, “ha muerto
el último dictador de Bolivia” se escucha en las calles, aunque con voces poco
audibles, en lo que, tal vez, debería haber sido una gran proclama que nos
recuerde tiempos pasados, en los que se caminaba “con el testamento bajo el
brazo”. Eran los años de 1980 y 1981, en los que Lidia Gueyler Tejada, única
Presidenta de Bolivia, fue derrocada por un golpe militar evitando la
transición democrática que daría paso a Hernán Siles Suazo. Así se constituiría
uno de los gobiernos más duros de nuestra historia, con cifras alarmantes de
desapariciones y ejecuciones, entre estas Marcelo Quiroga Santa Cruz y mucha
gente de izquierda. No obstante, ya dentro del siglo XXI, esto ha quedado en
los libros de historia a los cuales acudimos para refrescar nuestra memoria, en
la mayoría de los casos, aunque en otros están quienes todavía recuerdan como
una realidad lo que ocurrió en ese tiempo.
Con el paso del tiempo, las
víctimas de esta dictadura (y de las otras) se han reducido a solo números y
cifras que hasta ahora competen únicamente a familiares, y de quienes nos
acordamos en fechas conmemorativas como el día de la democracia o similares.
Entonces, vamos escuchando amplios debates y discusiones en torno a lo que se
entiende, en nuestra coyuntura, sobre la democracia y sobre quiénes pregonan
dicha forma de gobierno. Así, hemos articulado nuevas categorías como la democradura o la dictablanda, para ver matices de los gobiernos que han permeado el
modelo ideal de la democracia proveniente de diferentes enfoques y planteamientos,
que al final encierran una gran palabra que explica la vida misma, liberté. Entonces, a la distancia parece
que hemos normalizado la democracia como algo tan vigente y seguro en nuestro
cotidiano, lo que nos lleva a otros intereses encaramados en temas centrados en
el ejercicio del poder o cómo cooptar el mismo, mientras tanto el soberano se
limita a emitir su voto y entregar tuiciones a representantes que crean un
abismo entre la población y el sector político, junto a todas las decisiones
que se toman.
La muerte de Luis García Meza,
nos recuerda que hubo tiempos, no muy lejanos, en los que la gente vivía bajo
la amenaza permanente de la anulación de sus derechos de manera abierta y
frontal, sin ningún tapujo. Pero ya en otros tiempos, hemos visto otras formas,
en democracia, de cooptar derechos con más o menos fuerza, pero con mecanismos
innovadores que camuflan la vulneración limitando o eliminando el ejercicio de
los mismos. Algunas veces realizados por el Estado y otras, muchas, realizadas
por los propios ciudadanos en la convivencia cotidiana. Lamentablemente, la
violencia ha seguido el mismo sentido de naturalización y normalización, lo
cual pasa desapercibido en el día a día afectando a gran parte de nuestra
población, 8 de cada 10 mujeres además de niñas y niños principalmente.
Entonces, además de la violencia de Estado somos corresponsables de la violencia
cotidiana, en ámbitos públicos y privados, donde los otros hombres (no
necesariamente los que ejercen el poder formal) estamos anulando los derechos
del 51 % de nuestra población y que tenemos nuestra parte de dictadores dentro
de nuestro círculo de poder, para controlar y someter a otras seres humanas. Es
cierto; ha muerto el último dictador de Estado boliviano, pero todavía quedan
muchos dictadores menores a quienes hay que identificar para abolir este tipo
de sociedad donde la violencia es una cotidianeidad, sin que nos llame la
atención ni nos interese. Vivimos dictaduras en nuestras casas, y que la muerte
de este último dictador sea un reflejo de quiénes somos y lo que podemos llegar
a ser de mantenernos en esta constante, que también se conoce como ciclo de la
violencia en diferentes ámbitos desde uno muy privado hasta la violencia
estructural.
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